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Quito; Bernal; Córdoba, Tunuyán; Barcelona; etc. (y todo otro lugar del mundo donde existan buenos vinos), Buenos Aires (Pcia. y Ciudad Autónoma); Córdoba (Argentina); Pichincha (Ecuador); Tunuyán (Mendoza);, Argentina
y además de enólogos, también al mismo tiempo psicologos, sommeliers, geólogos, licenciados y técnicos, de Argentina repartidos en el mundo

miércoles, 8 de enero de 2014

El vino de los amantes


¡Hoy el espacio es fabuloso!
Sin freno, espuelas o brida,
Partamos a lomos del vino
¡A un cielo divino y mágico!

Cual dos torturados ángeles
Por calentura implacable,
En el cristal matutino
Sigamos el espejismo.

Meciéndonos sobre el ala
De la inteligente tromba
En un delirio común,

Hermana, que nadas próxima,
Huiremos sin descanso
Al paraíso de mis sueños.

                                                             Charles Baudelaire, París 1821 - 1867

sábado, 4 de enero de 2014

De vinos y maderas


 
Un poco de historia
El vino en sus orígenes nada sabía de maderas: nació en cuna de barro, más precisamente de barro cocido, arcillas que el fuego transformó en tinajas de cerámica. Si en algo coinciden leyendas y arqueología es que la humanidad descubrió al vino fermentando el jugo de uvas en vasijas de cerámica. Por más de cinco mil años se elaboró, conservó y transportó en ánforas, tinajas y vasijas de ese material. Salvo los odres de cuero, el vino no conoció otro contenedor hasta poco antes del inicio de nuestra era.

 
El romance del vino y la madera de roble recién se inicia medio siglo antes del nacimiento de Cristo, cuando Julio César invade las Galias y el imperio romano irrumpe en la tierra de los bárbaros con sus legiones, cultura, vides y olivas. Allí, en la futura Francia, una tierra de interminables bosques donde sus habitantes hacían casi todos con madera, desde las viviendas y muebles hasta los utensilios y recipientes, los romanos conocen de los galos los innumerables usos de la madera de roble.

 
Los barriles, de los más diversos tamaños, servían para transportar prácticamente todo, especialmente los líquidos, y lentamente, gracias a su menor peso y fragilidad, van reemplazando a las ánforas. Pero fue necesaria la caída del imperio romano y que pasaran los sombríos tiempos medievales, para que junto con los descubrimientos y el auge del comercio el roble tomara un protagonismo absoluto en el transporte y almacenamiento y la cerámica caiga en el olvido.

Los barcos, carabelas, naos, galeones y fragatas eran en su casi totalidad de madera de roble, desde la quilla hasta la punta del mástil, como también lo eran los barriles que se usaban para llevar agua, harina, pólvora, aceites, vinos y aguardientes. Eran recipientes prácticos, resistentes, seguros y por sobre todo fácil de trasladarlos rodando y almacenar.

Es en estos viajes de meses, al compás de las olas, cuando se inicia un noviazgo que no termina, entre la madera del roble y el vino, ya que pronto descubrieron los navegantes que lo transportado en barricas de madera mejoraba su aspecto, sabor y calidad después de esos largos viajes. Lo que al principio era principalmente un recipiente de transporte, se fue transformando en lo que es hoy, un envase indispensable para la guarda y crianza de los vinos.

Así, como los grandes descubrimientos de la humanidad, indirectamente se descubrió al que es hoy uno de los mejores amigos del vino.

El roble y el vino

El paso de los vinos por barricas, toneles o cubas de madera los mejoraba organolépticamente y también aumentaba el potencial de guarda en botella. Técnicamente el roble no sería la única madera que se puede utilizar, de hecho en algunos épocas y en ciertos lugares se utiliza el castaño, nogal, pino, cerezo o acacia, entre otras, pero el roble es el que más se utiliza actualmente por su abundancia y resistencia, pero también porque le transmite al vino ciertos aromas y sabores, junto al aporte exacto de oxígeno a través de sus poros.

Cuando el vino está en contacto con la madera, se establece un complejo diálogo, que la que el primero se transforma y enriquece, crece (de allí el término “crianza”). El roble le transmite al vino taninos y otras sustancias, solubles y volátiles, al mismo tiempo que el vino "respira" a través de los diminutos poros la madera, microoxigenándose muy lentamente. El resultado es un vino más complejo, más estructurado, de colores más estables, mayor limpidez y aromas más ricos, elegantes y seductores, al mismo tiempo que la astringencia se hace más agradable.

Para la crianza de los vinos se utilizan varios tipos de roble, que al igual que las vides, los hay de origen europeo y de origen americano, y que salvo algunos parecidos, presentan diferencias sustanciales. Una son las características de la madera, que obliga en el caso del europeo a cortarlo por hendido, sin usar sierra, respetando las vetas de la madera y separando así las fibras; en tanto que al americano, de madera más densa, se lo puede aserrar, por lo que tiene un rendimiento mucho mayor, que explica por qué estas últimas son menos costosas que las primeras.

El roble europeo aporta al vino aromas especiados y balsámicos, de matices más suaves, en tanto que el roble americano aporta menos taninos y aromas más intensos, de coco y vainillina. Por estas diferencias y no tanto por la diferencia de costos, es que el enólogo elige un tipo de madera u otro, en función del tipo de vino que colocará dentro de la barrica y de lo que espera que gane con ese paso, porque no todos los vinos ganan por el paso por madera, hay variedades como el Cabernet, Merlot, Malbec o Chardonnay que se llevan muy bien con el roble, en tanto que otras como el Sauvignon blanc o Torrontés en las que la crianza en madera es más difícil y de resultados inciertos.

Por último no hay que perder de vista el grado de tostado de la madera y la antigüedad de la barrica, ya que los sucesivos usos van limitando la utilidad. Pero estos temas, como el de las maderas alternativas, da para tratar con más detalle en otra nota.

Lic. Luis Fontana